La historia que Elfriede Jelinek cuenta en Deseo es, simple y llanamente, terrible. Nos describe el matrimonio como una relación de dominación/sumisión mediante una situación extrema. Hermann, director de una fábrica de papel, domina la región como soberano absoluto. Posee y controla a su mujer Gerti como si fuese un objeto más que refuerza su estatus de poder. Debido al miedo a contraer SIDA en sus frecuentes relaciones con prostitutas, ya que no está dispuesto a usar preservativo, vuelca todas sus perversiones y pulsiones sexuales sobre su mujer, forzandola a sufrir todas las humillaciones y vejaciones sadomasoquistas que pululan en su turbio deseo. Ella consiente displicentemente como contrapartida a su privilegiada y desahogada situación, de hecho tras los ataques de su marido, él siempre le regala ropa y complementos de lujo como compensación. La situación se prolonga en el tiempo y deja de ser soportable para Gerti, que se refugia en el alcohol para anestesiar sus sentidos, y en su desesperación termina en brazos de un joven amante, Michael, que a la postre, también abusa vilmente de ella. Esta trama principal se ve reforzada por las constantes referencias a la deprimente existencia de los habitantes de la zona, condenados al fracaso, al paro o a un trabajo alienante en la fábrica de papel. Jelinek expone sus miserias, su patético servilismo y el aturdimiento existencial al que se entregan mediante el deporte o dejandose anular por la TV, el consumismo, etc. En definitiva, un infierno.
Pero para infierno la forma de escribir de la premio Nobel. Elfriede Jelinek ha conseguido que la prosa más retorcida de su compatriota Thomas Bernhard resulte en comparación, sencilla y accesible como un cuento infantil. Su estilo es plúmbeo, terriblemente denso y espeso, imposible de cortar como no sea con un Ginsu y una habilidad de la que yo carezco. Relatado en su totalidad por un narrador en tercera persona, el texto está inundado además de metáforas, paralelismos, insinuaciones y comparaciones solapadas. Me he perdido durante la lectura con una facilidad pasmosa. He tenido que releer, volver frases y párrafos atrás para al final, tirar la toalla desesperado en casi todos los casos. Con la inseguridad de un novato, no me ha quedado más remedio que resignarme a suponer que tal vez la autora quería decir esto o aquello, o quién sabe qué, pero renunciando a cualquier atisbo de actividad en mi, para ese entonces, mermada capacidad de comprensión. Con la de tiempo que llevaba yo queriendole meter mano a la austriaca (figuradamente, se entiende) y el chasco tan grande que me he llevado.
Tenéis más reseñas sobre esta novela en Solo de Libros, El Lamento de Portnoy o El Desván de los Libros. Todos alaban la obra y coinciden tanto en la dificultad del texto como en la valentía de la autora en su crítica a la repugnante sociedad que entre todos hemos creado. Para mi, este cuestionamiento del sistema, que aplaudo y comparto, no compensa para nada las confusas e intrincandas maneras.
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