13 jun 2016

Cuando llegue el momento - Josef Winkler

No puede ser verdad, así de sencillo. No puedo creer que la vida en la Austria rural, en los pueblos más pequeños del estado federado de Carintia, sea el infierno que Josef Winkler refleja en Cuando llegue el momento. Infierno en la Tierra que paradójicamente se ha encargado de crear la iglesia católica con sus intolerantes dogmas y mandamientos. El relato de las mil y una desgracias y de los mil y unos sinsabores que hemos venido a padecer en la Tierra para que podamos purificarnos y ser dignos de la presencia del Señor una vez hayamos fallecido (una contradicción que resultará familiar a todos los que crecimos en el catolicismo), llena las páginas de la novela. Ludmilla Felfernig, la adolescente de quince años que al tener su primera menstruación se creyó poseída y se arrojó al río Drave. Lukas, de doce años, que cruzó la carretera sin mirar para comprar un pan con salchicha y fue atropellado por un coche que lo dejó en el sitio. Los dos jóvenes homosexuales de diecisiete años, Jonathan y Leopold, que se suicidaron juntos ahorcándose en un granero, saltando al vacío abrazados. La madre de Jonathan, que se vuelve loca de dolor y no deja de pedirle que se levante del ataud hasta que lo cubren de tierra (años más tarde morirá de cancer de mama). El padre, que roto por el dolor también se suicidará pocos años después que su hijo. Ancianos que parecen salir por primera vez del pueblo ficticio de Pulsnitz (transunto del pueblo del autor, Kamering), donde transcurre la acción, para ir a morir al hospital de la vecina ciudad de Villach. Hermanos que se retiran la palabra y solo se saludan en los entierros familiares. Vecinos que se amenazan y dejan de hablarse el resto de sus vidas. Supongo que no hace falta que siga, me imagino que os habréis hecho una idea.

Pero no sólo la trama es reiterativa y obsesiva, si es que esta relación interminable de desdichas se puede denominar trama. El estilo de Winkler también lo es. Para empezar el nivel de anidamiento de frases de relativo aclarativas, explicativas y todo lo demás es tal, que en ocasiones no se llega a entender de qué narices había empezado a hablar, por más que insistas releyendolo. Conste que en otras muchas logra cierto ritmo y cadencia que da gusto, porque cuando llegas al final del párrafo la idea completa cobra sentido en su globalidad, pero por lo general este tipo de composición recursiva no ayuda nada a la lectura  sino que la dificulta.

Por otro lado hay varios elementos que se repiten a lo largo de todo el texto y que lo vuelven doble, triplemente angustioso. En primer lugar, todos los personajes cuya miserable vida o muerte se relata se presentan indicándonos su grado de relación con Maximilian (con gran probabilidad alter ego del escritor). Todos son hijos, primas, maridos, esposas, vecinos, criadas, arrendatarios, o mozos de cuadra del tío, padre, compañero de colegio, nieta, médico, maestro, abuela o el cuñado de nuestro hombre. Cuesta por tanto situar temporalmente cada accidente, enfermedad o suicidio enumerado, en un periodo que abarca dramas desde la I Guerra Mundial hasta el presente. En segundo y a modo de letanía maldita, después de describir cada calamidad se repite palabra por palabra, un párrafo en el que se detalla cómo se acumulan los restos de los fallecidos en el caldero donde el carbonero de huesos elaboraba el «pandapigl», un repugnante, apestoso y viscoso líquido obtenido de la deccocción de huesos de animales que se utilizaba en verano para ahuyentar los tábanos y otros insectos de los animales de tiro. Poco más o menos a cada par de páginas tenemos que asistir a un calco en el que solo cambian los nombres de los dos últimos desgraciados cuyos despojos han ido a parar al perol. El tercer y último elemento constante es la representación del infierno que el obtuso y enfermizo párroco del pueblo Balthasar Kranabeter, ha pintado con sus propias manos en una ermita de calvario situada en el centro del pueblo a modo de recordatorio de la que nos espera si no seguimos la palabra de Dios. A cada poco se indica cómo Lucifer "se inclina sobre el atormentado, con sus alas de diablo rojas que aletean en el calor como alas de murciélago y en las que se pueden contar las venas, y le vierte en la boca una copa de hiel", con alguna que otra variación sobre las serpientes que se enroscan aquí o allá o las flores rojas que a modo de sangre lo adornan en verano.

Resumiendo, una alegría para el cuerpo que ya la quisiera para sí un coro rociero con su griterío polifónico, sus cascabeles y sus panderetas, ¡óle óle óle! Ahora en serio, va a pasar mucho tiempo antes de que vuelva a leer alguna obra del autor austriaco. Reconozco que tengo cierta querencia por todo aquel que cuestione y ponga en entredicho las miserias del catolicismo, pero esto de hoy es demasiado, no solo por la desbordante cantidad de miserias humanas a que te enfrenta sino además, por la tortuosa forma de escribir de Winkler. No quiero ni imaginarme cómo debe ser el original en alemán; su traductor, el archiconocido Miguel Sáenz, que estará bien curtido con Thomas Bernhard, ha debido de pasarlas canutas con el carintio. Más reseñas en Letras libres, a cargo del ínclito Vicente Molina Foix. En Como una metáfora hay un artículo muy chulo que habla de este escritor y comenta alguna de sus obras, incluida ésta. Por último, El País tiene un artículo muy breve e interesante en el que Winkler comenta este libro. Os lo recomiendo también, pero como viene siendo habitual no voy a incluir el link al tratarse de un gran medio.

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