Anagrama reúne en un tomo único dos ensayos en lo cuales Tom Wolfe, con su habitual estilo periodístico, analiza el mundo del arte y la arquitectura del Siglo XX en Estados Unidos. Se trata de dos textos de extensión reducida (apenas llegan a las 130 páginas), que causaron mucho revuelo en el momento de su publicación. El alboroto que generaron a mediados de los 1970s y principios de los 1980s es fácil de entender, ya que el escritor norteamericano no deja títire con cabeza y reparte mandobles a diestro y siniestro entre las fuerzas vivas de la cultura y las artes de por aquel entonces. Pero más escandaloso todavía me ha resultado asimilar el enfoque tan pobre que me han transmitido cuatro décadas despues. Y es que en realidad, el autor norteamericano se limita a hacer poco más que dar una visión muy personal de la situación de las artes plásticas y la arquitectura, e ilustrarla con algunas anécdotas que por su proximidad al cotilleo puro y duro, quedarían fuera de cualquier planteamiento académico más serio. Aunque por otro lado quizás ese pudo haber sido su objetivo al escribirlos y que yo tuviera unas expectativas totalmente equivocadas sobre estas dos obras. Pero veámoslas una por una porque hay alguna diferencias entre los dos.
En La palabra pintada, Wolfe nos describe los cambios que ha experimentado el mundo del arte norteamericano desde principios del S. XX. Según nos aclara, en su orígenes la abstracción y los ismos intentaron librarse de las lacras literarias del arte clásico, figurativo por definición, pero paradójicamente terminaron necesitando de toneladas de teorías, manifiestos y material escrito para explicarse y justificarse. También relata la transformación que sufríó en manos de la alta sociedad y los críticos, quienes empezaron a manejar los hilos de este mercado y a decidir el destino de los movimientos y artistas que iban surgiendo según sus propios intereses. Aunque a nivel de historia del arte contemporáneo no cuenta nada que cualquier aficionado no haya podido conocer por otros medios (grandes movimientos pictóricos, artistas clave, etc.), Wolfe aporta elementos de su propia cosecha que son fruto de la privilegiada posición de pope cultural que ocupó, y esto sin duda enriquece la lectura.
Podría pensarse entonces que ¿Quién teme al Bauhaus feroz? replica ese formato centrándose esta vez en la arquitectura del siglo pasado, pero por desgracia no es así. En esta ocasión, Wolfe pierde toda la objetividad que demostraba en el libro anterior para volcar en sus páginas el rechazo que le provoca el Movimiento Moderno/Estilo Internacional. El sustrato histórico es intachable y nos expone tanto los orígenes de la arquitectura moderna en la Europa de entreguerras, así como el credo político en que se sustentaba, con un claro ideario marxista de apoyo a la clase obrera y ruptura con la tradición y la burguesía. La evolución del estilo también se recoge brillantemente, pero una parte importantísima del texto la ocupa una crítica desmedida al Movimiento Moderno, que más que crítica es una ridiculización de dicho estilo arquitectónico por el simple hecho de que no le gusta. Y no voy a negar que expone debilidades bastante conocidas (cubiertas planas en climas extremos, abuso de los mismos parámetros a la hora de diseñar edificios, etc.), pero por mucho que el autor repita a lo largo y ancho de los capítulos de gustibus non est disputandum, solo hay que elegir una página al azar para que nos quede bien claro que el "el Estilo Internacional era aborrecido hasta el furor incluso por quienes lo encargaban" (pág. 210).
Si bien el tono acusatorio y reprobatorio es mucho más marcado en el segundo, Wolfe adopta en ambos libros la pose de experto que está a vuelta de todo y que por tanto, desde su perspectiva incuestionable de miembro de la alta cultura de la capital del mundo, puede decir las grandes verdades que nadie más se atreve a decir. Le pese a quien le pese. Y conste que estoy de acuerdo con él en muchos de los defectos que señala: el endiosamiento de los arquitectos, su afectación, la literatura que acompaña a una obra de arte para explicarla al profano, etc. No obstante me parece que al atacarlo con la misma arrogancia que critica, el mensaje pierde validez. Además el lenguaje empleado transmite una megalomanía y una inquina agotadora. A cada poco aparecen las camarillas, los cenáculos, las capillas de artistas, críticos, coleccionistas, arquitectos o promotores. Sus ínfulas de connoisseur son super elitistas e injuriosas, y no se cansa de llamar provincianos o acomplejados a todos aquellos que han moldeado un mundo que estéticamente no encaja en sus gustos y en que él ha sido mero observador. En fin, reconozco que tenía mucho interés e ilusión por leer estos libros, pero el descalabro ha sido comparable al que experimenté con La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop. Aunque yo sí que no tengo ningún problema en reconocer que para gustos, los colores. Tenéis más reseñas en La ciudad crítica y Un libro al día (para 'La palabra pintada'), en Reflexiones sobre un clasicismo contemporáneo (para '¿Quién teme al Bauhaus feroz?'), y para terminar, en Critica y metacomentario (del volumen al completo).
Pedro Juan Gutiérrez: Anclado en tierra de nadie
Hace 50 minutos
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