Milagro de la rosa es una peculiar novela autobiográfica en la cual Jean Genet vuelca sus experiencias durante sus largos internamientos en diferentes centros penitenciarios franceses. Si bien el libro comienza con su supuesta entrada en la cárcel de Fontevrault siendo adulto, el texto incorpora también los días que pasó en el correccional de menores de Mettray. Con su estilo habitual, Genet enreda al lector en un relato no lineal de tintes oníricos en el que maleantes de todo perfil establecen relaciones sexuales y afectivas. La mayoría de las veces la hábil y fantasiosa pluma del escritor francés nos presenta una versión muy edulcorada de estos vínculos entre reclusos, pero como a Genet le gusta retorcer las convenciones morales, no duda en aclararnos a continuación que se trata de un simple acto de dominación del más fuerte combinado con la admiración del débil al poderoso. En una de sus ya habituales subversiones de la escala de valores que rigen la vida en sociedad, veremos como el abuso, el sometimiento o la humillación se ven encumbrados a la cima de su particular moral, que a pesar de fundamentarse en la brutalidad, mantiene sin embargo a la amistad, la camaradería y la ternura como características identitarias de la misma.
Página trás página, el escritor relata sus turbias e intensas relaciones con otros delicuentes con quien comparte reclusión, algunos de los cuales ya eran conocidos suyos del reformatorio y han compartido su mismo triste sino: Botchako, Bulkaen, Divers, Vilerroy, Rocky, etc. Unos y otros formarán parte de las jerarquías internas que se crean en las cárceles y que determinan la función y el papel de cada uno de sus integrantes. Los bravos son el grupo dominante, los delicuentes más peligrosos. Los bardajas son internos más jóvenes y atractivos que se ven obligados a desmpeñar el papel de compañeros sexuales de los anteriores. Lilas y arrugas son los marginados entre los presos: afeminados, débiles y/o viejos, deben sufrir los insultos, humillaciones y vejaciones según el capricho de los bravos. Habría que hacer mención especial al misterioso Harcamone: condenado por asesinar a una niña de 11 años siendo un adolescente de 16, tiene aún tiempo para degollar a uno de los guardias más amables de la prisión antes de ser ejecutado en la guillotina. Como no podía ser de otra forma, Genet encumbra en su olimpo particular a este criminal, a quien atribuye todas las cualidades que le atraen: belleza, atractivo y masculinidad por un lado; crueldad, frialdad, delicadeza por otro.
Para huir de la angustia de su encierro, Genet usa dos recursos de manera constante a lo largo de toda la narración. El más frecuente pasa por evocar sus vivencias adolescentes en Mettray. En ellas no es extraño tropezarse con la agonía e incluso la muerte de los chavales debido bien a las duras condiciones impuestas o por intervención directa de los pequeños criminales. Enfermedad, venganza, privaciones o accidentes sesgan la vida de quienes fueron sus compañeros, por cuya desgracia son inmediatamente ascendidos a las posiciones más altas de su personalísimo santoral canalla. La virtud y el sufrimiento del débil se manifiestan tan dignos de adoración como la vileza y el goce sensual del fuerte, en un cuadro costumbrista de obvias influencias sadomasoquistas. El segundo método empleado para evadirse del horror de la prisión pasa por inventar situaciones imaginarias, la cuales, como si de ensoñaciones se tratara, le permiten crear un mundo con los mismos padecimientos de la prisión pero elegidos voluntariamente. Así de cuando en cuando le vemos tomar parte en una travesía en un galeón, o bien resulta un narrador tan poco fiable que la misma historia del homicida Harcamone tiene tantas contradicciones y lagunas que nos hace sospechar que efectivamente, no es más que un mecanismo de evasión psicológica.
La repetición de temas, la falta de cohesión y linealidad, así como los constantes cambios de contexto y las idas y venidas de Mettray a Fontevrault y viceversa han conseguido que la lectura se me haga bastante pesada. Genet tiene la habilidad de hacernos conectar con su moral retorcida, en la cual no resulta difícil encontrar la coherencia considerando las terribles condiciones en las que vivió toda su vida. Sin embargo es necesario pararse a reflexionar y ser conscientes de que el afecto y la ternura de que los delincuentes hacen gala se complementan con una crueldad y abyección que les hará mutilar, torturar o asesinar sin la menor vacilación y por cualquier nimiedad a destiempo. Aun cuando el texto también incluye aspectos históricos de interés (el funcionamiento de las prisiones por un lado, pinceladas de la II Guerra Mundial por otro), la sensación final que me queda es la de agotamiento. Con la mitad de páginas, Genet habría dicho exactamente lo mismo; otra cosa es que la novela fuese una terapia personal para soportar la privación de libertad, por lo cual se entiende perfectamente su extensión. Tenéis más reseñas en Escrito para..., 1001 libros y Varadero. Días tranquilos en Clichy.
Pedro Juan Gutiérrez: Anclado en tierra de nadie
Hace 1 hora
1 comentarios:
Esta novela difícil de encontrar en Argentina, creo que debe ser leída como complemento de El Diario de un ladrón, escrito descarnado mediante la escritura de un yo autobiográfico abyecto y místico (de acuerdo a la religión del propio Genet). Estoy buscando las obras completas de este autor y no las puedo hallar en Argentina. Si alguien tiene datos por favor puede dejar mensaje aquí. Gracias.
Publicar un comentario