Son muchas las novelas y relatos de J. G. Ballard que transcurren en España, ya sea en las Islas Canarias, la Costa Brava o como el caso que me ocupa hoy, la Costa del Sol. La elección evidentemente no es casual, Ballard tenía una especial inclinación a explorar el lado oscuro de la sociedad británica, así que donde quiera que encontremos una colonia de compatriotas suyos existirá el caldo de cultivo necesario para una de sus desasosegantes narraciones. Y eso es precisamente Noches de Cocaína, una turbia novela negra cuya acción se sitúa en Estrella de Mar, un pueblo ficticio de la costa malagueña que ha sido tomado y transformado por hordas de turistas ingleses y en menor medida, de otras nacionalidades europeas.
El protagonista, Charles Prentice, vuela desde Londres precipitadamente en cuanto se entera de que su hermano Frank se ha declarado culpable de la muerte de cinco residentes de Estrella de Mar, fallecidos en un terrible incendio provocado en su lujosa residencia. Frank es el director del Club Naútico de Estrella de Mar y es un personaje muy querido, tanto es así que todo el mundo piensa que es la última persona que podría cometer tal barbaridad. De manera que Charles se instala en esta localidad con la idea de resolver el caso y ayudar a su hermano a salir de este embrollo. Pero las cosas en este destino turístico no son tan idílicas como parece, su microcosmos está repleto de zonas tenebrosas y personajes de muy dudosa reputación. Drogas, prostitución, violencia, pornografía, robos, vandalismo... Con solo rascar un poco la superficie tostada por el sol nos encontramos con un sinfín de actividades delictivas que sin embargo, nunca son denunciadas a la policía. La ociosa y sumisa sociedad de Estrella de Mar parace haberse instalado voluntariamente en un ghetto regido por una implacable ley del silencio. Como cabeza visible de esta extraña y degradada comunidad se perfila Bobby Crawford, oficialmente animador y monitor de tenis del Club Náutico, un individuo cautivador con una personalidad arrolladora que pronto conquistará a Charles, haciendole partícipe de la perversa realidad que se esconde tras la indolente felicidad anestesiada de los resorts turísticos de la Costa del Sol.
Como ya me ha pasado en anteriores ocasiones (por ejemplo La Isla de Hormigón), me he quedado con la impresión de que se ha forzado la trama demasiado como para poder considerarla verosímil. Quizás el problema está en que me cuesta asimilar estas ficciones tan exageradas al tener una base muy real. Nadie duda de la existencia insensible y narcotizada de los residentes de localidades costeras de vacaciones, sin más preocupación que tumbarse al sol durante la mañana.
Comer una paella a medio día.
Dormir la siesta por la tarde.
Salir de copas por la noche.
Vuelta a empezar.
No obstante, retorcer esa aparente apatía y desinterés hasta el punto de hacerles meras marionetas de avispados hampones sin escrúpulos creo que no se sostiene, me parece demasiado simplista. Lo cual no quiere decir que la novela no sea interesante, al contrario. Me encantan las atmóferas opresivas y angustiosas que Ballard es capaz de crear, incluso en un lugar tan aparentemente poco proclive a ello como un soleado pueblo costero. Por otro lado, el autor británico es un gran observador, y su capacidad de diseccionar y analizar la realidad en que se mueve es implacable. Siempre dispuesto a exponer infamias, las agudas y certeras descripciones, tanto de sus conciudadanos autoexpatriados como de la idiosincrasia andaluza, no dejan títere con cabeza y son para ovacionarle. Por supuesto, con sus más y sus menos, seguiré leyendo a Ballard.
Teníes otras reseñas de este libro en el Sitio de Ciencia-ficción y Diario del Siglo XXI.
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