Me ha costado, pero por fin he terminado todos los relatos autobiográficos de Thomas Bernhard. Ha sido mi toma de contacto con el autor austriaco, no ha sido una lectura fácil ni agradable, pero es que ni su vida ni su infancia fueron fáciles ni agradables (vaya, sin darme cuenta me ha salido una repetición típicamente bernhardiana). A pesar del mal trago, me declaro desde ya admirador incondicional de su obra. Me rindo a esa mezcla de amargura y lucidez, a sus reiteraciones y sus piruetas con las palabras, a su inmediatez y a la denuncia inmisericorde de la hipocresía de la sociedad. Su facilidad para llamar a las cosas por su nombre -sin metáforas, sin dobles sentidos-, ha conseguido cautivarme.
Curiosamente, en Un Niño, el último del lote, la prosa de Bernhard se vuelve sencilla en comparación con las primeras entregas. Han desaparecido practicamente por completo aquellas frases que giraban, se retorcían y se repetían a lo largo de toda la historia. Nos enfrentamos a una redacción bastante clara y directa. Los dos primeros tercios del relato son además bastante simpáticos, sorprende leer páginas y páginas en que se narran historias de su infancia y que presentan al escritor como un pilluelo, un niño tremendamente revoltoso, impulsivo, alocado e inteligente que hace una trastada tras otra. No obstante, en el tercio final esta aparente felicidad se quiebra brutalmente. Las travesuras en realidad desesperan a su madre, que no sabe qué hacer con su hijo. El maltrato físico y psicológico a que ella le somete cae como un mazazo sobre el lector. También sufre abusos en colegio y por parte del régimen nacionalsocialista. Toneladas de la peor mierda de la que es capaz el ser humano se vierten sobre nuestras conciencias. No puedo sino admirar que de tanta fatalidad, de tantísima desgracia y humillación haya podido salir alguien tan entero, tan admirable.
Ya estoy seleccionando algunas novelas suyas para regalarmelas en Navidad.
Pedro Juan Gutiérrez: Anclado en tierra de nadie
Hace 5 horas
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