A primera hora de una mañana de principos de otoño, Matthieu Cazavel recibe una noticia devastadora de su médico: padece un cáncer de pulmón inoperable y le quedan unos seis meses de vida. No puede asimilar el diagnóstico a pesar de ser un fumador empedernido desde siempre: él se encuentra perfectamente, es fuerte como un roble y siempre ha tenido una salud de hierro. En todo caso, saber que va a morir con cuarenta años de edad aniquila sus ilusiones y sus esperanzas. Le acompañaremos a lo largo de ese día fatídico, donde irá dando la noticia a algunos de sus seres queridos buscando consuelo, aunque no todos tendrán las reacciones que él esperaba.
Cuatro décadas separan Buenos días, tristeza (1954), de Un disgusto pasajero (1994). Si aquélla se caracterizaba por emplear unos recuros literarios que reflejaban la insultante juventud de la autora, que la escribió cuando tenía 18 años, en la que me ocupa hoy Françoise Sagan demuestra que ha sabido aprovechar los años transcurridos. Se trata de una historia perfectamente construida y con una carga contundente de reflexiones muy acertadas y bien expuestas, aunque terriblemente amargas. Que no es algo que a mí me moleste lo más mínimo, antes al contrario. Para ello nada mejor que enfrentar a un hombre recién entrado en la madurez, el que tradicionalmente se considera el mejor momento de una trayectoria vital masculina, a uno de esos golpes del destino que resultan incuestionables, implacables. Nuestro arquitecto disfruta una existencia terriblemente aburguesada, con esposa oficial, una amante de veintipocos años y una prometedora proyección profesional basada en su trayectoria. Sin embargo el diagnóstico le forzará a enfrentarse su vida y a comprobar los cimientos tan débiles y ridículos sobre los que se construía. En ese sentido, la prosa de Sagan se desarrolla con la agilidad y densidad propia de un flujo de conciencia, aunque el narrador sea en tercera persona. Y naturalmente el cuadro humano que contemplamos es de lo más patético, con todos los personajes alrededor de Matthieu mostrando las actitudes más abyectas que ofrece el espectro de sentimientos humanos: del egoísmo a la indiferencia pasando por la evasión y el rechazo frontal de una noticia que no se puede procesar ni tan siquiera.
He disfrutado mucho el libro, muchísimo, pero tengo que reconocer que el final no me parecido a la altura. De hecho me ha decepcionado una barbaridad y me parece una solución de lo más chapucera. De todas formas parte de la culpa por el desengaño es mía. Si hubiera prestado más atención al título lo habría visto venir. Pero estaba tan asombrado del estercolero de desdicha y mezquindad en el que nos zambulle la escritora francesa que no me he fijado. Al llegar al último capítulo y terminar la novela me he sentido timado. No se pueden enfrentar al lector a tantas miserias humanas, demostrar esa sabiduría al exponer nuestro comportamiento más falsario, y cerrar el texto sin dejarnos ver que ha provocado un cambio en el protagonista. Se puede entender que ha sido así, desde luego, pero en todo caso a mí la experiencia en lugar de sobrecogedora, que es a lo que apuntaba desde la primera página, ha terminado resultándome incompleta.
Una novela real. Minae Mizumura
Hace 1 hora
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